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jueves, 10 de enero de 2013

EL TESTAMENTO

 
 
El pia­nis­ta Artur Ru­bins­tein se re­tra­só para la co­mi­da en un im­por­tan­te res­tau­ran­te de Nueva York. Sus ami­gos em­pe­za­ron a preo­cu­par­se, pero Ru­bins­tein fi­nal­men­te apa­re­ció, acom­pa­ña­do de una rubia es­pec­ta­cu­lar a la que do­bla­ba la edad.
Aun­que co­no­ci­do por su ta­ca­ñe­ría, esa tarde pidió los pla­tos más caros, y los vinos más raros y so­fis­ti­ca­dos. Al final, pagó la cuen­ta con una son­ri­sa en los la­bios.
—Sé que debe de ex­tra­ña­ros —dijo Ru­bins­tein—, pero hoy fui al abo­ga­do a hacer mi tes­ta­men­to. Le dejé una buena can­ti­dad a mi hija, a mis pa­rien­tes, hice ge­ne­ro­sas donaciones a obras de ca­ri­dad. De re­pen­te, me di cuen­ta de que yo no es­ta­ba in­clui­do en mi tes­ta­men­to: ¡todo era para los demás!
»A par­tir de ese mo­men­to de­ci­dí tra­tar­me con más ge­ne­ro­si­dad».

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